Érase una vez, hace muchos, muchísimos años, un arbolillo que crecía en el bosque. A medida que se iba haciendo alto y fuerte, empezó a tomar conciencia de la inmensidad del cielo que se abría sobre su copa. Observó también el vaivén de las nubes, en su viaje incesante por el cielo. Por último, se fijó en los pájaros que revoloteaban en lo alto.
El cielo, las nubes, los pájaros... Daba la sensación de que todos vivirían eternamente. Conforme se hacía mayor, el árbol se iba convenciendo de que eran en efecto seres eternos, y llegó un momento en el que también él sintió el deseo de vivir para siempre.
Un buen día, un guardabosques paseaba por la floresta. El hombre, de gesto amable, notó enseguida que el joven árbol no era del todo feliz.
Dime, arbolillo, ¿qué te ocurre? -le preguntó.
El árbol, que al principio se sentía un tanto reacio a compartir su secreto, terminó por sincerarse con el guardabosques:
Me gustaría vivir para siempre -Je dijo.
Pues quizás sea ése tu destino -le contestó el guardabosques-. ¿Quién te ha dicho a ti que no vaya a serlo?
Pasaron los días y los meses y, una vez más, el hombre de mirada amable se acercó al árbol, que, lejos ya de ser un pequeño arbolilto, se había convertido en un árbol alto y robusto.
¿Todavía quieres vivir para siempre? -le preguntó.
Así es -le contestó el árbol de inmediato.
Pues creo que puedo ayudarte... pero antes debes darme tu consentimiento para que te tale.
El árbol, atónito, replicó:
Te digo que quiero vivir para siempre y a ti sólo se te ocurre talarme. Estás bromeando, ¿verdad?
Ya sé que dicho así, a bote pronto (y sin anestesia) parece una locura, pero sí confías en mí, te prometo que tu deseo se hará realidad.
Después de darle muchas, muuuuchas, muchísimas vueltas al asunto, el árbol dio su consentimiento.
El guardabosques volvió con una enorme y afilada hacha y lo taló. Su esencia se derramó y se perdió por el bosque. La tierna madera fue cortada entonces en tablillas, que a continuación fueron prensadas, modeladas, limadas, y por último recubiertas de una asfixiante capa de barniz. El árbol lloraba para sus adentros, tal era su angustia y su dolor que ya no había escapatoria, pensaba, así que se encomendó a las manos del artesano, perdiendo toda esperanza de convertirse en un ser eterno.
El artesano hizo de él un hermoso violín, que permaneció intacto en su funda durante años. A menudo, el árbol recordaba con nostalgia sus años de juventud en el bosque y sentía entonces una inmensa tristeza. Menudo idiota que había sido, dejándose engañar por el hacha de un guardabosques. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo como para pensar que de esa forma viviría para siempre?
Pero un buen día el violín fue sacado de su estuche y acariciado con amor por unas manos desconocidas. El árbol contuvo la respiración, y le temblaron hasta las vetas cuando un suave arco le acarició el pecho. Pronto sus temblores se convirtieron en un sonido puro y melodioso que le1 recordó el sonido del viento entre las hojas, el deslizarse de las nubes en su viaje hacia la eternidad, el revoloteo de los pájaros en el cielo azul.
Un sonido puro. Unas notas puras y limpias. Era, sin duda, la música de la eternidad.
Mi esencia se ha convertido en música -suspiró el árbol-. El guardabosques tenía razón.
A partir de ese momento, su música empezó a resonar en los corazones de quienes le escuchaban. Cuando sus notas melodiosas hubieron alcanzado todos los corazones del mundo, el árbol atravesó las puertas de la eternidad y se convirtió, él también, en un ser eterno.
El cielo, las nubes, los pájaros... Daba la sensación de que todos vivirían eternamente. Conforme se hacía mayor, el árbol se iba convenciendo de que eran en efecto seres eternos, y llegó un momento en el que también él sintió el deseo de vivir para siempre.
Un buen día, un guardabosques paseaba por la floresta. El hombre, de gesto amable, notó enseguida que el joven árbol no era del todo feliz.
Dime, arbolillo, ¿qué te ocurre? -le preguntó.
El árbol, que al principio se sentía un tanto reacio a compartir su secreto, terminó por sincerarse con el guardabosques:
Me gustaría vivir para siempre -Je dijo.
Pues quizás sea ése tu destino -le contestó el guardabosques-. ¿Quién te ha dicho a ti que no vaya a serlo?
Pasaron los días y los meses y, una vez más, el hombre de mirada amable se acercó al árbol, que, lejos ya de ser un pequeño arbolilto, se había convertido en un árbol alto y robusto.
¿Todavía quieres vivir para siempre? -le preguntó.
Así es -le contestó el árbol de inmediato.
Pues creo que puedo ayudarte... pero antes debes darme tu consentimiento para que te tale.
El árbol, atónito, replicó:
Te digo que quiero vivir para siempre y a ti sólo se te ocurre talarme. Estás bromeando, ¿verdad?
Ya sé que dicho así, a bote pronto (y sin anestesia) parece una locura, pero sí confías en mí, te prometo que tu deseo se hará realidad.
Después de darle muchas, muuuuchas, muchísimas vueltas al asunto, el árbol dio su consentimiento.
El guardabosques volvió con una enorme y afilada hacha y lo taló. Su esencia se derramó y se perdió por el bosque. La tierna madera fue cortada entonces en tablillas, que a continuación fueron prensadas, modeladas, limadas, y por último recubiertas de una asfixiante capa de barniz. El árbol lloraba para sus adentros, tal era su angustia y su dolor que ya no había escapatoria, pensaba, así que se encomendó a las manos del artesano, perdiendo toda esperanza de convertirse en un ser eterno.
El artesano hizo de él un hermoso violín, que permaneció intacto en su funda durante años. A menudo, el árbol recordaba con nostalgia sus años de juventud en el bosque y sentía entonces una inmensa tristeza. Menudo idiota que había sido, dejándose engañar por el hacha de un guardabosques. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo como para pensar que de esa forma viviría para siempre?
Pero un buen día el violín fue sacado de su estuche y acariciado con amor por unas manos desconocidas. El árbol contuvo la respiración, y le temblaron hasta las vetas cuando un suave arco le acarició el pecho. Pronto sus temblores se convirtieron en un sonido puro y melodioso que le1 recordó el sonido del viento entre las hojas, el deslizarse de las nubes en su viaje hacia la eternidad, el revoloteo de los pájaros en el cielo azul.
Un sonido puro. Unas notas puras y limpias. Era, sin duda, la música de la eternidad.
Mi esencia se ha convertido en música -suspiró el árbol-. El guardabosques tenía razón.
A partir de ese momento, su música empezó a resonar en los corazones de quienes le escuchaban. Cuando sus notas melodiosas hubieron alcanzado todos los corazones del mundo, el árbol atravesó las puertas de la eternidad y se convirtió, él también, en un ser eterno.
Así por curiosidad...cuantas vueltas le dio el árbol al asunto?
ResponderEliminar¿Quiere decir que el recuerdo o el dulce sonido se lleva en el corazón y permacene eterno?
ResponderEliminarangelus_177@hotmail.com